viernes, 14 de diciembre de 2012

La guardiana del amanecer

¡Buenas! Siento mucho haber tenido esto tan abandonado... En fin, espero retomar esto y al menos ofrecer un relato por semana. Esta bien estimular la imaginación de un modo tan aleatorio como ofrece la opción del relato ;). Bueno, por el momento voy a seguir el proyecto de los relatos basados en los Pecados Capitales, y hoy le toca a la AVARICIA. ¡Que lo disfrutéis! (Aunque como voy a escribirlo ahora mismo y sobre la marcha aún no sé si será digno de gozo x) En todo caso, prometo no publicar nada de lo que no esté satisfecha ;))




LA GUARDIANA DEL AMANECER



Eran tiempos inciertos, pero si alguien no dudaba de algo era de la belleza de Angharad. En realidad, pocos la habían visto, pero su hermosura había alcanzado una consideración legendaria, y se había propagado a modo de fábula a través del viento.

Se decía que el atardecer se enredaba entre las hebras de su pelo. Que despedía tonos rojizos, rosados y ambarinos y que era tan largo que bailaba a su espalda en un sedoso vaivén. Sus ojos eran azules. Pero no de un celeste común. Sus ojos retrataban la inmensidad del mar; eran tan inusuales que parecían lustrarse con la belleza del alma. Sus pestañas, espesas y oscuras, eran el decorado idóneo para sus bella mirada. Sus labios, rojos como la sangre, parecían madurar como una fruta deliciosa bajo la mirada de aquellos que sopesaban el sabor de su beso. Su tez era inmaculada y pálida, expectuando en las mejillas, donde las rosas rosas esparcían el suave rubor de sus pétalos.

Angharad sabía el poder que le otorgaba una belleza como la suya. Una belleza que se las arreglaba para resultar exótica, incomparable, embelesadora e impactante. Por ello, se protegía en lo alto de una torre, donde transcurría sus días trenzando su preciosa cabellera, tan espesa y larga que la mantenía entretenida durante las horas diurnas de toda una vida.

La joven beldad temía por el impacto que su hermosura pudiera tener en el mundo. La belleza era algo que todo ser de la creación admiraba. Nadie era inmune a la gradación lumínica del amanecer, al horizonte de un océano inabarcable, a una danza entre el viento y las flores sueltas que se prendían a su aliento, a la visión sobrecogedora de una tierra desde lo alto de una montaña. Y desde luego, un ser humano no era inmune a las formas sensuales de una mujer cuya belleza estaba por encima de lo descriptible. 

La belleza es un afrodisíaco para los sentidos. La belleza es algo contagioso, algo adictivo, algo que nuestra codicia no puede dejar de ambicionar. Es algo que queremos encerrar, que ansiamos poseer. Algo con lo que queremos congraciarnos, sobre lo que queremos ejercer poder, para así dejar que abrillante nuestro mundo.

Angharad se resguardaba bajo el eco de una historia en su reclusión. Su corazón había encontrado algo sobre lo que proyectar el ritmo de sus latidos. Había amado intensamente.

Había amado al mundo, a su belleza sin par. Había adorado cada elemento de la naturaleza. La perfecta superficie de los lagos cuando el viento no soplaba sobre sus aguas. Las nubes que adoptaban millones de formas y rozaban perezosamente la bóveda celeste. La luna que se entreveía a través de las ramas desnudas de los árboles. La manada de caballos que corría en libertad hacia tierras inexploradas. El cantar de los pájaros madrugadores que recibían entusiasmados el calor de un nuevo día. El vuelo colorido de las mariposas, que siempre buscaban la flor más hermosa con la que combinar sus preciosas alas. 

Pero había descubierto que todo cuanto amaba era cruelmente destrozado por los humanos. Ellos arrasaban la tierra con guerras, contaminándo con los pútridos restos humanos la pureza de los estanques; escupiendo sobre la virtud dadora de vida de la Tierra y diseminando campos yermos donde solo se podía sembrar la desgracia. Tratando de eclipsar la luz de las estrellas con las enormes llamaradas con las que desterraban la naturaleza oscura de la noche. Con las ciclópeas murallas que erigían, tratando de emular la grandeza de las montañas.

¿Qué tenían los humanos con el mundo? ¿Por qué arrebataban la belleza a la creación y trataban de sustituirla por imperfectas reproducciones hechas por ellos? Porque sin duda, todas aquellas producciones que llevaban a cabo tenían su base en la Naturaleza, lo único que estaba allí antes de que ellos llegaran, lo único que se les había ofrecido aparte de la vida, lo único que en realidad necesitaban para sobrevivir. La naturaleza daba cobijo, daba alimento, daba protección. Pero sobre todo, daba equilibrio. Si también era escenario de catástrofes era tan solo porque en este mundo todo debe tener una contradicción complementaria. La Natura cuidaba, pero también atacaba. La Natura protegía, pero también atacaba. La Natura era un perfecto equilibrio, pero los humanos no quisieron aceptarla tal y como era. Y entonces, se dedicaron a reformarla, a copiarla, incluso a destruirla. Querían estar por encima de ella, querían dictar las normas. Querían decidir sobre el curso de la existencia. Lo querían todo. Y no de cualquier manera; querían tener dominio sobre todo para amoldarlo a su antojo. Querían esclavizar el contexto de la vida; la vida misma.

Avaricia. Ésa era la palabra que doblegaba sus instintos y que contaminaba sus espíritus: la avaricia.

¿Por qué la creación habría integrado semejante atributo en las almas de los humanos, de aquel grupo de seres insignificantes y a la misma vez influenciadores? 

No lo entendía, pero quería creer que la creación era sabia. Tal vez en algún lugar estuviera naciendo el elemento capacitado para mantener a raya las icnlinaciones del corazón humano.

-Sí que lo hay.

Recordó cómo sono aquella voz en su cabeza. Era poderosa, firme. De ultraumba.

-¿Y qué es? -preguntó entonces Angharad.

-Eres tú misma -respondió la voz.

Antes de que ella pudiera haber expresado su asombro, las palabras brotaron de aquella boca invisible que le susurraba en la mente.

-¿Nunca te has preguntado por qué eres tan hermosa? ¿Por qué tus rasgos se corresponden con el reflejo de lo más bello que puebla el mundo? -aventuró-. Toda criatura nace con una misión. La tuya era ser bella. Mientras tú respires, mientars la belleza conserve sus rasgos en ti, el mundo jamás podrá perder una parte de su hermosura, de su condición inimitable. Los humanos pueden empeñarse en destruír, en matar, en traicionar a la Tierra que los ha acunado desde su nacimiento... Pero jamás podrán derrotarla del todo si tú permaneces viva, llevando en ti el perfume que desprende la más pura esencia del Planeta.

-¿Y cómo puedo garantizar el éxito de mi misión? -preguntó la joven Angharad, dispuesta a sacrificar el placer egoísta de limitarse a consumir su propia vida.

-Debes permanecer en una tierra remota, tan lejana y desconocida que la vida humana jamás alcance sus costas. Una vez allí, te encerrarás en una torre, tan alta que desde su única ventana puedas ver un océano de nubes. Allí nadie te encontrará jamás. Allí estarás a salvo de la avaricia humana, que si llegara a vislumbrar tu belleza no podría evitar desear someterla a su voluntad, torturando así el último brote de esperanza del Mundo. Extinguiendo así las posibilidades de supervivencia de este Planeta -explicó la voz-. ¿Lo harás?

Angharad asintió sin sombra de duda.

-Amo este Mundo, desde la más diminuta brizna de hierba hasta la cordillera más agreste. Y cuando se ama de verdad, el alcance del sentimiento es ilimitado -comunicó con convicción-. Consagraré mi corazón a bombear belleza al mundo; mi vida a velar por la cesión del afán posesivo e inconformista del alma humana.

-Tu belleza es inmensa, Angharad -dijo la voz por respuesta, y entonces se extinguió en la nada.

Angharad jamás olvidó su pormesa, y aún, después de milenios transcurridos desde que se comprometiera a salvar el Mundo, permanece en algún lugar inalcanzable para cualquier criatura de la Tierra, especialmente para la raza humana. 

Continúa regenerando la Tierra desde su torre, donde sus dedos viajan a través de su infinito cabello, peinándolo en trenzas que adorna con el rocío cristalizado con el que el amanecer riega el alfeizar de su único ventanal, dándole las gracias por su amor y dedicación.




LIZZIE VILLKATT

lunes, 4 de junio de 2012

The Show Must Go On

Hacía demasiado que no posteaba nada en este blog. En fin, voy a colgar una serie de relatos inspirados en los Pecados Capitales. El primero es la IRA.



(El dibujo no es mío. Este es el enlace de donde lo saqué: http://dwikobiubatu.deviantart.com/gallery/#/d4tqva9 )





—Retírese.

La criada me miró a través del espejo y asintió con la cabeza comprendiendo. Soltó uno de mis bucles cobrizos, el cual se suspendió en una suave danza unos instantes. Siguiendo mi orden la escuché salir de mis aposentos.

Me concentré en mi imagen. Mi piel había sido pulida perfectamente tras unos polvos de maquillaje. Mis mejillas yacían artificialmente arreboladas y mis labios parecían florecer en tonos carmines. Mi cabello había sido estudiadamente recogido en un elaborado peinado que dejaba tirabuzones sueltos enmarcando mi cara. Una corona de perlas en lo alto de la cabeza sujetaba un diáfano velo blanco que hacía juego con mi vestido impoluto.

Era el día de mi boda.

Mi corazón latía frenético. Todo era aparentemente perfecto. Yo amaba a mi prometido y él me amaba, algo francamente difícil en una época de matrimonios concertados.

Sin embargo, no era la felicidad la que recorría cada fibra de mi cuerpo. Era inquietud. Mi instinto trataba de alarmarme, pero no lograba dar con el motivo de mi irracional angustia. Y me hallaba de malhumor por aquella sensación que no me abandonaba.

Hacía días que me había asaltado, pero ahora que se acercaba un punto clave en mi vida, se acentuaba de manera que lograba enloquecerme. Achaqué todo a los nervios y me esforcé por olvidar. No fue posible, pero al menos pude dirigir mis pensamientos a senderos felices, y todos ellos comenzaban a partir de este día.

Rebusqué en el cajón de mi secret la gargantilla de perlas que me había regalado George, mi amado. Me lo acomodé sobre el pecho con un suspiro de placer. Después sustraje mis guantes de satén suave y los deslicé hasta el codo.

Estaba lista.

Con tanto ajetreo no me había preocupado en fijarme en el temporal que hacía fuera. Con una sonrisa, me levanté del taburete forrado de damasco y me acerqué a las cortinas de terciopelo que me separaban del cielo. Cerré los ojos, y me concentré en una pregunta que debía responder el temporal de aquella mañana: Si hacía un día soleado y despejado, mi casamiento sería el más feliz que pudiera desear. Sin embargo, mi futuro se vería empañado ante cualquier signo de lluvia o niebla.

Confiando plenamente en un futuro feliz, abrí las cortinas de golpe, y el temor me golpeó en el pecho. Ante mi se abría un cielo grisáceo, poblado de nubes negras que se enroscaban como dragones furiosos, dispuestos a arrasar con el mundo entero. El viento amenazaba con arrancar de raíz cada brizna de hierba, la cual parecía sujetarse a la tierra por medio de una plegaria. Los árboles agitaban sus ramas, clamando batalla, haciendo aullar sus ramas. Los pájaros habían sido silenciados, y ninguno encontraba motivos para entonar cantos. El tiempo empeoró gradualmente, y en un instante, el cielo dejó caer todo el agua que había estado conteniendo a fin de proclamar la guerra en la tierra. El emblema de su ejército eran numerosos zigzagueos luminosos que cruzaban el firmamento, acompañados de gritos de batalla que retumbaban con voz grotesca.

Presa del miedo y la intranquilidad, abandoné mi posición junto a la ventana y salí de mi dormitorio queriendo hallar a alguien que disipara mis miedos. Recorrí el pasillo de mi piso, abriendo todas las puertas a mi paso, queriendo encontrar consuelo, una voz compasiva que me susurrara que todo aquello solamente se trataba de una estúpida superstición. Pero todo parecía estar desierto.

Mi cuerpo era un instrumento ajeno a la razón, y de manera automática abría y cerraba puertas, no encontrando nada. Hasta que halló motivos para paralizarse. Tras uno de aquello vanos de madera de cerezo me aguardaba la clave del vaticinio del cielo. Mi corazón dejó de bombear sangre un instante, y pude sentir como si un iceberg se encaramara a mi cuerpo, helándome e inmovilizándome, como una gélida garra que me apresara y me obligara a ver el funeral de mis sueños. Allí estaba él: envuelto en un lío de faldas, acostado en un sofá con otra mujer debajo, besando sus labios. George.

Su nombre fue un grito desgarrador, aunque no tuve claro si solamente retumbaba en mi mente o si había tenido la fuerza suficiente como para arrojarlo hasta hacerlo audible para todo aquel que se hallara a una distancia conveniente para oírlo. Mi duda se vio respondida cuando, sobresaltado, George se distrajo de su pasión, temiendo al propietario de esa voz que chillaba su nombre con desesperanza.

Sus ojos me miraron. Y me dolió su mirada. Parecía sorprendido, disgustado, horrorizado… pero no arrepentido. No había disculpa en su mirada. Ningún tipo de consideración. Y consiguió hacerme sentir como si yo fuera el error de aquella escena, el componente sobrante de aquel espantoso cuadro. Como si yo fuera culpable de la irrupción en la intimidad ajena, y no la víctima de todo aquel embrollo pasional.

No creía que pudiera llegar a sentir más dolor del que sentía en aquel momento, pero me equivoqué, como llevaba haciendo todo el día. Porque cuando el rostro de la furcia logro emerger a través de la cascada dorada de su cabello reconocí a mi mejor amiga.

Traición.

Los ojos se me llenaron de lágrimas, el corazón perdió el rumbo de sus latidos, mi mente se nublo de ira, y actuó bajo una sinfonía que palpitaba en mis sienes: traición, traición, traición, traición. Me enajené de mi propio cuerpo y un torrente de furia se apoderó de todo mi ser. Mi volcán, aquel que todos llevamos dentro, si bien inactivo, encontró el combustible que le originaba la máxima reacción, y ciega de dolor, me abandoné a la lava ardiente del despecho.

Aquellos minutos fueron confusos. Lo siguiente que recuerdo es mi vestido blanco teñido de rojo, estropeado por siempre; mis manos sujetando las pruebas de un crimen de amor; los cuerpos eternamente inertes de los dos a mis pies.

Pero el espectáculo debía continuar.

Todavía había una boda que celebrar.

Quedaba una novia casadera.

Y la muerte era un candidato disponible.

LIZZIE VILLKATT

lunes, 7 de mayo de 2012

Made in Sorrow



Un dibujo del año pasado. Un soplo de inspiración y creación casi instantánea. Hecho a carboncillo.
Ahora dejo el relato que he creado para ella ;).



MEMORIAS DE UNA MUÑECA



Nunca había sido feliz hasta que llegué a manos de Rebeca. Nunca había conseguido hacer amistad con las demás muñecas. Ellas me consideraban un monstruo por padecer un ligero fallo de fábrica. Al parecer no me habían completado la cabellera y lucía escasos mechones de ébano distribuidos por mi pequeña cabeza de plástico, sin orden ni armonía. Estaba incompleta, y todo a mi alrededor me lo recordaba en el centro comercial, rodeada de perfectos y brillantes muñecos a la espera de que un niño se interesara por ellos y los sacara de su prisión de cartón y plástico.

Por supuesto, yo permanecía "a la espera" -sabía bien que mi inacabado y horrible aspecto me condenaba a pudrirme en mi cárcel- gracias a la negligencia de los humanos, que no habían reparado en el error que arrastraba y me habían incluido en aquel estante, a la par de las demás hermosas muñecas, todas bellas con su cutis cremoso, sus sonrojadas mejillas, sus labios de carmín, sus rizadas pestañas y sus trenzas rubias, rematadas con lazos rosas que hacían juego con sus esplendorosos vestidos llenos de cintas, volantes y enormes botones llamativos. Todas ellas no desaprovechaban la oportunidad de reírse de mí, de lanzarme pullas crueles e intensificar así mi pesadumbre. Cada día apuñalaban mi autoestima, minaban mi confianza, y me hacían creerme una bestia horrorosa tan solo por un defecto. 

Cuando las hirientes voces se callaban para descansar sus perfectas pestañas sobre sus perfectos pómulos y soñar con la bonita niña que peinaría sus suaves cabellos, yo reflexionaba. Eran los únicos momentos de lucidez para mí, pues mi mente no se hallaba contaminada por las dolorosas emociones que me creaban mis compañeras. Entonces era racional y pasaba horas convenciéndome de que no debía dejar que me hicieran daño, de que ellas eran más feas que yo por dentro, donde de verdad importaba ser bello. Ellas estaban vacías, no se preocupaban de engrandecer su espíritu, tan solo les interesaba alimentar su vanidad. Lo único que valía para ellas era que el espejo les devolviera una imagen que las satisficiera. Tan solo eran fachada. Y sin embargo, el mundo era tan injusto que solo a ellas las querrían, pues era muy difícil que una niña se interesara por mí y me dejara demostrarle mi gratitud, cariño y lealtad, facultades que las demás muñecas desconocían. Ellas no sentirían agradecimiento ante la adoración que despertaran en sus infantiles dueñas, pues lo verían como una reacción lógica hacia ellas. La belleza todo lo valía, según creían ellas, y excusaba todo comportamiento feo, porque, ¿quién no ama la belleza? Era tan deslumbrante que cegaba al receptor de su brillantez, hasta el punto de pasar por el aro ante todo tan solo por que le permitieran rozar el paraíso de sus perfectas formas. Y los que lograban percatarse de los aspectos feos de su personalidad,seguramente se convencían de que una belleza semejante compensaba un alma monstruosa.

De ese modo, yo era bella por dentro, pero no tenía el atractivo de la belleza exterior como para que alguien se interesara en prestarme la atención suficiente para darse cuenta. De ese modo, pasé largas semanas allí recluída, escuchando las charlas banales de mis hermanas cuando se aburrían de menospreciarme. Y pese a todo lo que representaban -una excesiva frivolidad, una desmesurada vanidad, un alma pútrida y corazones que obedecían al interés y se rendían ante la hipocresía- vi como poco a poco ellas se iban en manos de una adorable niña que ya las besaba a través de su caja de plástico.

Fui quedándome cada vez más sola, mirando sin poder remediarlo la injusticia que se cometía a mi alrededor.  Por un lado me sentía aliviada de que las voces impías fueran apagándose, reduciéndose a susurros que perdían fuerza, haciendo mis pensamientos más fuertes. Sin embargo, un peso reemplazaba a otro, pues la soledad también iba tornándose insostenible. Me preguntaba cuándo saldría de allí. Cuándo alguien se percataría de que yo era un error y sin miramientos me tiraría a la basura.

Sin embargo, la vida tenía una sorpresa para mí. Una tarde como otra cualquiera, vi aproximarse a una preciosa niña por el pasillo de la sección de muñecas, mi hogar. Me preparé para que no reparara en mí y le dirigiese una mirada cariñosa a mi única compañera -ya solo quedábamos en ese estante ella y yo-, una preciosa muñeca rubia que yacía a mi lado.

—En fin, adiós. Has sido una compañera de balda aburrida —me dijo la muñeca a modo de despedida, evidenciando que ella se iba y yo me quedaba.

—Bueno, tú no eres una compañera que despierte mi simpatía.

La muñeca río con esa irritante y altisonante carcajada propia.

—Espero que la soledad te complazca más —replicó con maldad.

 La niña se detuvo frente a nosotras acompañada de sus padres. Pero ella era diferente. Estaba inválida y tenía que arrastrar su cuerpo mediante una silla de ruedas.

—Vaya por Dios —se quejó la muñeca que permanecía junto a mí con voz molesta—. Me ha tenido que tocar una enferma. Menuda lata. Mi diversión se limitará a forzar una sonrisa encantadora en su presencia mientras permito que me peine y me cambie de ropa o me siente a tomar té con un zarrapastroso oso de peluche... Porque.. ¿Tú crees que posea algún muñeco apuesto que sea digno de mi belleza? En fin, da igual. Eso no compensará la perspectiva de una existencia aburrida. Me perderé los paseos en bici sobre la cestita y la sensación de vuelo si me sentara en su regazo cuando se columpiara... Todas esas maravillosas aventuras de la que disfrutarán mis demás compañeras. ¡Es injusto! ¡Injusto! ¿Por qué a mí? ¿Por qué yo? Espero que por lo menos me compre hermosos vestidos para compensarme... —continuó refunfuñando desdeñosamente, quejándose y exigiendo, y lanzando resoplidos.

Yo la miraba sin dar crédito. ¿Cómo podía decir esas cosas tan horribles? ¿Cómo osaba quejarse de su paradisíaco destino delante de mí, delante de una condenada a pudrirse? La odié. Y miré hacia la niña compasivamente, deseando fervientemente que me eligiera a mí. Sabía que era fantasioso, pero no pude evitarlo. Como siempre me sentí estúpida mientras la esperanza me embargaba, como cada vez que nos visitaba una niña.

Para mi sorpresa, la niña extendió las manos para cogerme y me acunó en su regazo, mientras me miraba con admiración. Yo me quedé muda de sombro. Apenas había reparado en Emily, mi compañera. Solamente había tenido ojos para mí, ojos rebosantes de adoración.

—Quiero esta —había dicho a sus padres.

—¿Ésta? Está fallida, ¿no lo ves? —había protestado su madre.

—Soy consciente. Por eso la quiero.

—¿No prefieres la preciosa muñeca rubia que está junto a ella? —había preguntado su madre, parpadeando de la incredulidad.

La niña había lazado la cabeza para clavar una mirada intensa en su madre. Una mirada enojada.

—¿Por qué debo escoger la perfección? ¿Por qué debo ceñirme a patrones de belleza? ¿Crees que solo se es hermosa siendo perfecta? Porque en ese caso me estás despreciando y me sentiría muy decepcionada contigo.

—Yo... no... —había tartamudeado su madre, presa del pánico por las suposiciones y acusaciones que había lanzado su hija.

—Quiero a Linda, que así es como se va a a llamar —había proclamado la niña con voz firme. Me sentí orgullosa de ella y sentí también que la amaba, que la querría siempre. Fui consciente de que me había salvado—. Si aún sigues dispuesta a comprarme una muñeca tal y como has prometido, será ésta.

—De acuerdo —había concedido la madre.

Y así fue como entré en su vida. Ése fue el comienzo de una profunda amistad, de la fusión de dos sonrisas que no escondían intereses ni artimañas. Así comenzó la comunicación de dos almas puras, de dos corazones que se correspondían. Ese fue el primer momento de un tiempo juntas que se prolongaría muchísimos años, que alcanzarían un nivel más allá de lo infantil.

Porque Rebeca jamás creció lo suficiente como para olvidarme. Siempre me tuvo en especial consideración y me llevó a todos sus viajes. Compartió conmigo todos los secretos de su alma en todas las etapas de su vida. Y siempre me presentó orgullosa de mí, logrando que los demás descubrieran belleza en mí a través de sus dulces palabras.

Logró arroparme en un calor que jamás me atreví a soñar. Y logró apagar para siempre las voces que insistían en aguijonear mi alma.



LIZZIE VILLKATT

viernes, 4 de mayo de 2012

Devil's fire


El primer dibujo que voy a subir aquí es éste, hecho en el 2007. Lo he retocado, sombreado y coloreado mediante Photoshop. Así aprovecho para utilizar mi tableta digital, que la verdad, le presto poca atención a la pobre. En fin, son mis primeros ensayos, así que siento no poder ofrecer como resultado más U_U.

Y ahora os dejo un relato que acompaña al dibujo ;).



LA PRINCESA EN LLAMAS



Las paredes parpadeaban con el fuego que danzaba en mis manos. Mi propia figura parecía una ondulante llama que prendía y se extinguía aleatoriamente. Sentía escozor en los ojos mientras hipnotizada no podía apartar la vista de las llamas. Era superior a mi voluntad.

Desde niña había sentido una pasión desmedida por el fuego. No recordaba la de cicatrices que adornaban mi cuerpo como consecuencia de mi amor imposible hacia él. ¿Cuántas veces me habían rescatado los ciudadanos de consumirme en un fulminante abrazo? ¿Cúantas veces había soportado sobre mí aquellos centenares de ojos que me tachaban de extraña? ¿Cúantas veces el fuego había sido mi única fuente de calor?

Me sentía fría, desolada, abandonada. Ignorada por mis iguales. Compadecida por los más crueles. ¡¿Quién osa compadecerse del feliz enamorado sino los infelices desalmados?! ¿Y por qué le era al mundo tan difícil el entender mi pasión? ¿Por qué no podía vivir mi amor sin ojos que me acusaran de loca, sin manos que me apartaran de su calor?

Hacía ya tiempo que mi hogar se había convertido en una cárcel. Y el prisionero era mi alma. En aquel remoto pueblo de gentes supersticiosas e ignaras, me sentía una criatura de otro universo. No lograba conectar con aquella gente, y pese a que había seguido de cerca el curso de sus vidas, los sentía como extraños. Mucha de aquella gente había sido bondadosa conmigo cuando me quedara huérfana siendo muy pequeña, y me llevaban siempre que se acordaban sopa caliente o algún guiso bien sazonado. Aunque yo dudaba del verdadero motivo de esas gentiles consideraciones. 

A pesar de ser niña, muy tempranamente había tenido que aprender a comprender el mundo hostil en el que vivía. Y algo que había constatado era que nadie daba nada sin un motivo egoísta como promovedor de dicha acción o sin esperar nada a cambio. Por tanto, cada vez que recibía una muestra de compasión más que agradecida me sentía desconfiada. Y guardaba un analítico silencio en el que estudiaba la incomodidad que embargaban a mi dador de atenciones. 

Más tarde descubrí el motivo egoísta que movía a todos a tener gestos conmigo. Era algo espiritual. Algo místico. Era Dios.

De alguna manera, aquellas primitivas mentes pensaban que eludir a una pobre huérfana sola en el mundo era renegar del Señor. No podía evitar bufar con desprecio cada vez que un ciudadano lo mencionaba en mi presencia, con una esperanza y una fe inquebrantables que lograban desquiciarme.

Dios. ¿Cómo se atrevían a mencionarlo en mi presencia? ¿Cómo se atrevían siquiera a insinuar que todas mis buenas palabras debían ser dedicadas a él? ¿Cómo osaban sugerirme que le rezara y lo alabara? Si tal como aseguraban, Dios era aquel que velaba por nosotros... ¿Qué tenía que agradecerle? ¿Qué hubiera dejado morir a mi padre a manos de un bandido que trató de robar en nuestra casucha? ¿Que hubiera matado a mi madre de pena cuando yo apenas tenía cinco años? ¿Qué me viera obligada a mendigar una miga de pan hasta que espabilé lo suficiente como para cazar por mi cuenta? ¿Que recibiese unas migajas de compasión en su nombre? ¡NO, NO y NO! Las migajas son para los débiles, yo elegí toda la barra de pan.

Hacia ya tiempo que renegaba del Dios que la creencia popular consideraba digno de amar. Hacía tiempo que no me molestaba en ser agradable con la gente que se interesaba -o que actuaba guiado por una insana curiosidad, más bien- por mí. Y poco a poco las visitas menguaron hasta que conseguí mi soledad deseada.

Bueno, cierto es que llevaba prácticamente toda mi vida sola... Pero ahora me hallaba absolutamente sola, libre de entregar mi adoración y mi amor a quien me placiese. Y escogí el calor. El fuego.

Cada vez que encendía una fogata -muy a menudo- me perdía en la danza descontrolada que emitían sus llamaradas. Me fascinaban las miles de formas que podía llegar a tomar cada lengua abrasadora, los infinitos matices dorados que lograba dar a todo cuanto le rodeaba. Mi casa era un agujero oscuro, pero bajo la mirada del fuego se teñía de una gama interminable de amarillos, de tal modo que de pronto me sentía vivir en un palacio de oro brillante y deslumbrador. Y me encantaba esa sensación. En secreto me sentía como una princesa, como una princesa en llamas.

Muchos temen al fuego. Yo misma creo que es digno de temor. Sin embargo, en mí jamás había ejercido ese efecto. En cambio, desde siempre había sentido devoción, admiración, hipnotismo, agradable calor. Él era lo único que me recordaba que estaba viva, que mi cuerpo ansiaba sensaciones placenteras pese a que yo me negaba a concedérselas. Era lo único que incendiaba mi sangre y me hacía estallar por dentro como un volcán.

Una noche al fin me rendí a lo evidente. Le había entregado al fuego todo de mí: mis más amables palabras, todas mis sonrisas, la caricia de mis ojos, la proximidad de mi alma, todo el cariño que albergaba en mí. ¿Por qué no entregarme del todo?

Me embutí entonces en mis mejores galas, queriendo ofrecerle mi mejor aspecto. De un viejo arcón saque el vestido de novia de mi madre. Por supuesto, no era ningún lujo, tan solo una hermosa prenda blanca y deslustrada. No tenía bordados, ni encajes, ni pedrería, ni volantes, ni sedas, ni cintas ni nada. Pero era todo cuanto poseía. Y pese a todo, cuando me metí en él me sentía una verdadera princesa. 

También peiné con brío mi larga cabellera de ébano, desenredando cada nudo y dejándola tan suave que enseguida sentí que compensaba la falta de sedas. Por último me pinté un dibujo extraño alrededor de los ojos a base de tinta, y continué pintando símbolos que escapaban a mi conocimiento pero que mis dedos parecían comprender bien sobre cada cicatriz, sobre cada ardiente beso del fuego.

Volví a la hoguera del salón y me arrodillé. Con una voz dulce comencé a canturrear cariñosamente, mientras mis manos desmarañaban el lío de faldas y acercaban al fuego la orilla de mi vestido. Con emoción vi como la tela comenzaba a prenderse, como el fuego aceptaba con optimismo lo que le ofrecía. Enseguida trepó por el impoluto traje, zampándose cada centímetro de tela hasta entrar en contacto directamente conmigo.

Exclamé de placer. Sentía a mi amante devorándome vertiginosamente y estaba en un éxtasis que no discernía el dolor del placer. Cerré los ojos y orienté mi cabeza hacia el techo, mientras lágrimas de felicidad y sollozos de gozo se desprendían de mí como un grito de amor.

Sentía convertirme en una antorcha, compartir con mi amado su misma esencia, fundirnos en un solo ser tan poderoso que nos extinguiría en una eternidad efímera. Finalmente sentía en mis carnes la mordedura de la pasión. Finalmente me sentía todo lo viva que podía estar, aunque para ello hubiera tenido que posicionarme en los albores de la muerte.

Finalmente, después de toda una vida coqueteando, nos rendimos a nuestra pasión engalanados con vivas llamas y encontrábamos la manera de compartir caricias.


LIZZIE VILLKATT